Cuando los días de los
sesenta estaban en las calles, un chiquillo muy hacendoso tocó su primer libro.
Al abrirlo sintió una melodía nueva, sus ojos se abrieron al ritmo de las
palabras. Parte de su curiosidad innata calmó su sed, a la otra parte le dio hambre.
Esa hambre le hizo amar la escuela, abrió sus tímpanos a la voz del maestro y
fue uno de los niños más educados. Su madre le daba lustre y cuidados, su padre
los víveres. Sobre este sustento fue creciendo con el hambre de saber, soñaba
con ser escritor.
Llegaron los setenta, le
trajeron la oportunidad de rodearse de libros y un mal cruce. Su madre, bien
dispuesta, iba a matricularlo para cursar estudios superiores. Él la acompañaba
con un libro en las manos. En dirección contraria soplaba un viento de antaño,
empujaba a la que era suegra y abuela. Antes del cruce las paredes encaladas palidecieron
con su conversación:
- ¿Ande vais, mujer?
- Vamos a apuntarlo para que siga estudiando
el año que viene. Nos ha dicho el maestro que el niño vale.
- ¡Qué cosas tenéis la gente nueva! El
muchacho vale, pero pal campo como su padre y su abuelo. Al hijo de la
Francisca se lo llevaron a estudiar y se ha vuelto un perro y muy señorito.
¡Quita, quita! Veniros a mi casa y me ayudas a hacer cosas mejores.
Y del brazo se llevó a la
madre, al hijo y al espíritu ilustrado que sujetaba aquel libro.
Muy poco después el mozo cambió
la textura del papel por de la harina. Las horas de sueño le alejaron de los libros,
pero no del papel. De vez en cuando llenaba un cuaderno, no se sabe quién más a
quien. Entre sus manos y el papel tuvo al tiempo, a su fe y llegó a escribir al
amor. Cuando lo conoció dejó la tinta con la cadencia que se alejaban los
setenta. Su vida respiraba poesía, las rimas consonantes y asonantes se
alternaban en los ochenta. Si se perdía alguna rima él era un verso libre, un
sano proyecto había auto rescatado al escritor que un día fue y al estudiante
que no pudo ser antes. Después creó una familia a la que dedicarse, les
escribió al respirar.
Su naturaleza se
manifestó de nuevo. Volvieron los libros, volvió el hambre y con ella una
máquina de escribir. Dio ritmo a sus palabras, hizo bailar a otros ojos y una
noche soñó un hijo de papel.
Sus versos llegaron a
brillar como astros en el espacio virtual, sus noches frente al ordenador
dieron entretenimiento y esperanza a quienes estaban en otras pantallas. El
siglo XXI lo quiso menos de lo que habría debido, le dio las alegrías con las
que el tiempo halaga a toda su prole, pero se llevó sus letras demasiado
pronto. Escribir le dio la vida, pero aquellos ojos tan abiertos se cerraron
para siempre. Sus cenizas encarnaron un libro póstumo, su sueño desde niño se
cumplió. Aunque no estuvo para verlo, así alcanzó la inmortalidad.