El
café empieza a ser más amargo,
aun
así relames tus labios secos.
Las
farolas se encienden tarde,
cada
noche es una piedra oscura
mayor
que la última esquivada.
Cruzas
la calle con ansias de alcanzar la acera.
Ya
es tarde para tener tropiezos
y
muy pronto para descansar
en
un banco donde apenas roce el sol.
La
inquietud es el pan que engulles
frente
a un televisor que no te entiende,
habla
su idioma, lo han logrado,
como
ocurrirá contigo.
La
melancolía es un tejado sin pájaros
visto
por el anciano que pasea
en
la terraza de enfrente.
Cierras
puertas sin saber qué hay detrás,
todo
parece igual para hacerte sentir extraño.
La
flor del cactus dona un pétalo al aire
y
la música se reduce a guitarras perplejas
al
hablar de aquel amor prehistórico.
Todo
el ruido que ha entrado a tus oídos
ya
no te deja pensar como antes.
Lo
repentino se hace un valor en alza
como
una manta en el otoño tardío.
Las
ruedas cada vez se mueven más rápido,
los
atropellos ya no son tan sangrientos
y
tu piel es una capa de cemento al raso.
La
inocencia se esconde en algún lugar recóndito,
sólo
asoma en las lágrimas que te muestran vulnerable.
La
madurez se alcanza en bailes con pisotones
y
la sensibilidad adorna una estancia vacía
cuando
crees tener el mapa del cielo
y
falta por descubrir tierra sin pisar.
Es
esa sensación de volver la vista,
ver
treinta inviernos disecados
en
la arena de tus palmas,
remangarse
los brazos, afilar huesos,
tumbar
a la vida cuando el tiempo abra los ojos.