Lo conocí en la escuela, rodeado de insultos. Un impulso inesperado me ayudó a defenderle y gané un amigo atípico. Con el tiempo, mientras la gente lo juzgaba por su físico, yo lo apreciaba cada vez más a base de compartir momentos.
Crecimos y, tras un fracaso amoroso, descubrí su capacidad para escucharme, como si fuera una parte de mí. Ahí supe que él era capaz de fabricar el suelo que necesito para saltar de felicidad. Desde entonces mantenemos nuestro propio mundo, alimentado cada día con esa esencia llamada amor, todavía invisible a los ojos de los seres insensibles.