La tierra sacia el verde antojo
de la parra manchega
que engorda sus frutos
bajo el ardiente solano.
Un pequeño mundo redondo,
lleno de dulce sabor,
es arrancado a filo de hierro.
Nada más nacer
te acarician manos
de tantos colores
como procedencias
y, en esa cuna de plástico,
ruedas hacia la crisálida
donde, cual gusano de seda,
haces tu metamorfosis.
Sin ala alguna llegas
a ser frenesí de dioses
y de humildes mortales.
Mis ojos te descubren
envuelto en suaves curvas
con tacto de vidrio y corcho.
Así recuerdo el lugar donde nací.
Te alcanzan mis manos
preso en una pared de cristal,
donde lloras lágrimas rojas
y desprendes tu olorosa voz,
ese perfume sugerente que dice:
“Soy el efluvio del deleite
en tus labios que buscan mi cuerpo,
la sangre tinta que calienta tu interior
o el testigo de tus confesiones sobre la mesa”
cuando llegas a mi paladar.
Que bonito tu poema. Un abrazo.
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