lunes, 23 de julio de 2012

TREINTA


El café empieza a ser más amargo,
aun así relames tus labios secos.     
Las farolas se encienden tarde,        
cada noche es una piedra oscura       
mayor que la última esquivada.         


Cruzas la calle con ansias de alcanzar la acera.
Ya es tarde para tener tropiezos                            
y muy pronto para descansar                              
en un banco donde apenas roce el sol.                   
La inquietud es el pan que engulles                        
frente a un televisor que no te entiende,        
habla su idioma, lo han logrado,                         
como ocurrirá contigo.                                               


La melancolía es un tejado sin pájaros                    
visto por el anciano que pasea                                    
en la terraza de enfrente.                                              


Cierras puertas sin saber qué hay detrás,                    
todo parece igual para hacerte sentir extraño.
La flor del cactus dona un pétalo al aire            
y la música se reduce a guitarras perplejas
al hablar de aquel amor prehistórico.   


Todo el ruido que ha entrado a tus oídos
ya no te deja pensar como antes.                  
Lo repentino se hace un valor en alza  
como una manta en el otoño tardío.


Las ruedas cada vez se mueven más rápido,
los atropellos ya no son tan sangrientos                  
y tu piel es una capa de cemento al raso.
La inocencia se esconde en algún lugar recóndito,
sólo asoma en las lágrimas que te muestran vulnerable.


La madurez se alcanza en bailes con pisotones
y la sensibilidad adorna una estancia vacía
cuando crees tener el mapa del cielo
y falta por descubrir tierra sin pisar.


Es esa sensación de volver la vista,                                
ver treinta inviernos disecados
en la arena de tus palmas,
remangarse los brazos, afilar huesos,
tumbar a la vida cuando el tiempo abra los ojos.





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